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sábado, 27 de marzo de 2010

Aguda reflexión sobre el compromiso docente

Hacernos cargo de la escuela

Una reflexión sobre la convicción y el compromiso público

¿Cuáles son las diferencias entre formar un profesional del Derecho, de la Medicina, de la Psicología, la Sociología o la Comunicación Social y un maestro de Primaria, Inicial o Profesor de Secundaria? ¿Cuál es el aparente abismo que separa las profesiones socialmente investidas de prestigio de la profesión de enseñante?

¿Qué factores concurren para hacer tan compleja la decisión curricular y, sobre todo, la concreción de ese conjunto de saberes, actitudes y capacidades que se aventuran como lo deseable en la formación de un maestro? ¿Cuáles son los nudos de sentido que, según las épocas, las coyunturas y los discursos académicos convierten este tema en algo indescifrable que parece tener tantas preguntas como respuestas posibles?

Podría decirse, en primer lugar, que en el caso del maestro conviven una serie de expectativas sociales y culturales en torno a un sujeto particular: la persona en formación, nuestros niños y jóvenes, futuro del futuro de un país. Tamaño compromiso hace que resulte insoslayable la combinación de saberes a transmitir y valores a forjar, si es que pensamos dejar en sus manos el patrimonio único de una Nación. Además, el innegable acto político de transmitir cultura, formas de vida, de pensar y creer - según decida ese Estado hacerlo - es un ingrediente más en la suma de abordajes que el formador necesita. A todo esto debemos agregarle que los formadores de opinión pública resaltan que el “riesgo país”, la desnutrición infantil, la inseguridad, el aumento del abandono escolar, la extensión del consumo de diversas sustancias en jóvenes, el incremento de los embarazos adolescentes, el dengue y, por supuesto, la baja calificación internacional del desempeño de nuestros niños es consecuencia directa de la mala formación de los maestros y profesores y, por traslación directa y acrítica, de los Institutos de Formación.

Puestos a analizar el párrafo anterior, vale reconocer que los profesionales de la salud, depositarios de nuestra frágil vida, los abogados, en quienes confiamos derechos, garantías y libertades, los múltiples analistas de lo social e innumerables ejemplos más en distintas profesiones también tienen como responsabilidad primaria al hombre, al prójimo y, muchos de ellos, con una carga de profético “cómo hacer”, que los medios endiosan y no cuestionan, ellos también sentencian sobre la necesidad de revisar la escuela. Si tuviéramos el tiempo y la fortaleza moral de escuchar los programas radiales y televisivos de todo el espectro y leer lo que la prensa genera, especialmente en suplementos y dominicales, nos asombraría observar cuánto gurú se desresponzabiliza como colectivo profesional de las consecuencias de muchos de sus actos y cuántos de ellos cargan las tintas sobre la educación obligatoria.

Esta reflexión, aparentemente ociosa, debería interpelarnos. Debería hacernos pensar en si somos nosotros, responsables de conducción y docentes de Formación Docente, absolutamente inocentes en este escenario y si, más allá de conocer los orígenes de esta novela con final anunciado, somos realmente capaces de re-construir el sentido social de la escuela, la legitimación de los maestros y profesores, la visibilidad de los Institutos de Formación Docente. Si somos capaces de desandar, desde la convicción y el compromiso público, el estereotipo falaz que ubica a la formación terciaria como un espacio quebrado, casi secundario y con infructuosos intentos de acercarse a la Universidad, cuyos alumnos no son lo uno ni lo otro y las Instituciones combinan una gestión escolar intermedia, reglada por normas que provienen de otros niveles y sin mecanismos de evaluación permanente. Cuando, en realidad, la formación de maestros y profesores se desarrolla en toda la geografía del país, se amplía en acciones de extensión e investigación y desarrolla actividades de integración de políticas públicas, con los organismos provinciales y municipales, con la comunidad real, promoviendo y apoyando iniciativas que se relacionan con la salud, la cultura o la seguridad de los niños y jóvenes que albergan los jardines, las escuelas primarias y secundarias.

Sin el ánimo de plantear utopías, el intento es pensarnos como responsables políticos de una planificación educativa también política, asegurarnos de saber, por lo menos nosotros, qué queremos y hacia dónde dirigir una suma de esfuerzos que no se agotan en el cumplimiento de una Ley Nacional, en la puesta en ejecución de nuevos diseños ni en la construcción de regulaciones que intentan ordenar, homogenizar y hacer más justa la Formación que tenemos si no que nos obliga a dejar de teorizar sobre los contenidos y las prácticas para definir primero cuáles son las estrategias necesarias para generar respeto por la formación profesional de un enseñante, por la solidez e identidad de los Institutos que los forman para que puedan dialogar con los demás actores que se ocupan de lo mismo; por ese estudiante particular que necesita acompañamiento pero también autonomía y espacio para apropiarse de él como sujeto de derecho, como un ciudadano que incide en su presente pero incidirá en el futuro de otros; por la capacitación de los directivos que imprimen, según sus visiones y compromisos, valor o disvalor a su tarea; por desbrozar de gestión administrativa a los responsables jurisdiccionales para que sean capaces de transmitir a sus autoridades que la educación es una política de Estado sólo cuando el Estado la prioriza desde la consideración, el discurso público y los recursos. Es decir, cuando deja de ser arenga y se convierte en convicción.

Recrear el sentido de la escuela, el valor social de los maestros, habilitarlos para ser hacedores de cultura, constructores de conocimiento propio e interlocutores con la vida, transmisores de lo que nos hace únicos como habitantes de un país y lo que nos hace miembros de una comunidad mundial, deberían ser nuestras metas y propósitos. Respondiendo al primer párrafo, éstas son las diferencias entre formar docentes y toda otra formación superior: la paradoja de asumir que, a quienes más se les pide no se los reconoce, no se los descubre, o como diría Lacan, no se los nombra excepto por lo faltante.

El Estado Nacional tiene mucho que hacer aquí, reconociendo lo que ya viene haciendo, retomar cuidadosamente los hilos de la madeja que el neoliberalismo hizo maraña. Permitir mirar y mirarse con el encomiable intento de reducir las diferencias y enmarcar para construir un mínimo común en equidad y calidad, generando condiciones donde no las hay y fortaleciendo iniciativas respetuosamente, sin imponer su presencia, con el único requisito de la coherencia y la continuidad en un Proyecto Federal que nos pertenezca a todos.

Perla C. Fernández
Coordinadora Nacional de Desarrollo Institucional
Instituto Nacional de Formación Docente
Publicado en el Boletín digital del Instituto Nacional de Formación Docente Año 2 Nº 7 Mayo 2009

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